Comentario
El pánico que, según Richard Herr, atenazó a Floridablanca, no era un miedo injustificado, sino que se hallaba apoyado en la desconfianza que resultaba del conocimiento de dos importantes realidades españolas: la constatación de que faltaba un dispositivo de seguridad y orden público que pudiera contrarrestar la delincuencia política y, en segundo lugar, el malestar existente en muchas ciudades por la escasez y el alto precio del pan, situación que guardaba cierta similitud con lo ocurrido en París. El mismo Floridablanca había sufrido el 18 de junio de 1790 un intento de asesinato protagonizado por un francés, llamado Juan Pablo Peret, residente en España, al que se le relacionó con los clubes que alentaban la propaganda antiespañola desde el otro lado de la frontera y que prometían fraternidad y "ayuda a todos los pueblos deseosos de ganar su libertad". No pudo probarse la vinculación del asesino con los revolucionarios franceses, y Peret fue ahorcado el 18 de agosto en la plaza madrileña de la Cebada sin que confesara los móviles de su acción.
Desde los motines de 1766, el orden público estuvo presente en las inquietudes gubernamentales, y esa preocupación dio lugar a la creación de toda una serie de cuerpos destinados a velar por la seguridad, como la Compañía de Fusileros de Aragón, dependiente del Capitán General de aquella región, y cuya misión era la represión de delincuentes, vagos y desertores; los llamados Miñones, creados en Valencia en 1774; y la Compañía de Escopeteros Voluntarios de Andalucía, que iniciaron su labor en 1776 y que venían a sumarse a cuerpos creados durante el reinado de Felipe V, como los mossos d'esquadra en Cataluña, nacidos durante la Guerra de Sucesión por iniciativa de catalanes borbónicos. Las instituciones de seguridad existentes en España al iniciarse el reinado de Carlos IV, según Enrique Martínez Ruiz, estaban caracterizadas por su multiplicidad y sus escasos efectivos, su desconexión entre sí y sus competencias limitadas a áreas territoriales reducidas, con prioridad en los centros urbanos.
En ese mosaico institucional descentralizado no existía ninguna dirección capaz de su coordinación. En 1782 se había establecido una Superintendencia General de Policía dependiente de Floridablanca, pero que estaba circunscrita exclusivamente a Madrid y que sería desmantelada en junio de 1792, poco después de la caída del Secretario de Estado. En 1789 era claro que no existía una visión de conjunto del orden público; y resultaron insuficientes las medidas tomadas por el gobierno para paliarla, como la creación de la Comisión Reservada, la confección de un censo de extranjeros en España o la remisión de órdenes a los corregidores para retirar toda la propaganda que estimaran subversiva.
La llamada Comisión Reservada fue creada por Floridablanca en 1791 con el fin de poder afrontar la amenaza política. Tenía como objetivo perseguir a los maledicentes políticos y evitar, así, que pudiera prender en España la semilla subversiva. Sus comisionados debían introducirse en las tertulias de personajes influyentes e informar de los temas de conversación y de quiénes intervenían: para observar, y oír si o no hablan contra los Reyes de España, sus ministros, el Excmo. Sr Gobernador del Consejo, del Gobierno, contra los tribunales, si o no se hace justicia contra otros Reyes de la Europa, sus ministros o gobiernos, si son buenos o malos...
La segunda medida, que pretendía lograr un mayor control de los extranjeros, especialmente franceses, existentes en el país, se convirtió en una necesidad inaplazable. Si bien desde 1764 existía la obligatoriedad de confeccionar anualmente listas de extranjeros residentes en los puertos y lugares de comercio, esta disposición había caído en desuso y hubo que sustituirla por otra más precisa y mejor adaptada a las necesidades del momento. Una Real Orden de 12 de julio de 1791 estipulaba la formación de matrículas de extranjeros residentes en estos Reinos con distinción de transeúntes y domiciliados. Según su contenido, se exigía a los alcaldes de barrio de Madrid y a los corregidores del resto de España la confección de matrículas de extranjeros, distinguiendo entre transeúntes y avecindados, anotando su nacionalidad, su estado civil, su oficio y el motivo de su residencia. Sólo se permitiría la estancia en España a aquellos avecindados católicos que jurasen fidelidad a la religión y al rey, por lo que tenían que renunciar a sus derechos de extranjería, y a los transeúntes que contaran con licencia de la Secretaría de Estado, prohibiéndoseles a estos últimos el ejercicio de profesiones liberales u oficios mecánicos. La disposición se complementaba con el refuerzo del control de pasaportes por parte de los Capitanes Generales de los territorios fronterizos, mediante el riguroso examen de la identidad de sus poseedores, si bien esta medida no parece que diera los resultados apetecidos, pues tuvo que ser reiterada por una circular del Consejo el 2 de septiembre de 1802.
Por los trabajos efectuados sobre las listas confeccionadas cumpliendo la Real Orden de julio de 1791, especialmente por Salas Ausens, sabemos que su elaboración no fue todo lo precisa que cabía esperar de las minuciosas especificaciones que se indicaban en el texto legal, pero al menos ha permitido conocer algunos aspectos genéricos de la presencia extranjera en España a la altura de 1791.
Los portugueses se concentraban en Extremadura, contando con cierta presencia en la Andalucía Occidental y Galicia, donde se dedicaban preferentemente a trabajos en el medio rural. Los italianos se circunscribían, sobre todo, al levante español, Cádiz, donde constituían la colonia extranjera más numerosa, y Madrid, mientras que los inmigrantes procedentes de países de habla alemana estaban mayoritariamente asentados en tierras andaluzas y dedicados a la agricultura.
Pero era la colonia francesa la que recibía una atención especial. Los franceses residentes en España se encontraban preferentemente en núcleos urbanos. Todas las ciudades portuarias contaban con una colonia francesa, siendo Cádiz, con 1.716 franceses censados, la que reunía un mayor número de residentes. Madrid también aportaba un censo elevado, en torno a los 1.500 individuos, y existían núcleos de cierta entidad en poblaciones próximas a la frontera que, tradicionalmente, eran focos de transacción mercantil, como Tudela o Pamplona. Lógicamente, en su mayor parte se dedicaban al comercio, tanto al por mayor como al minorista.
La crisis de subsistencia, y el malestar consiguiente, incrementaban la preocupación en el estado de ánimo de Floridablanca. Los años de 1775 a 1789 están considerados como un período que conoció alzas violentas en los precios del cereal. Las malas cosechas, especialmente la de 1788, y las prolongadas sequías, dieron como resultado que en 1789 los precios alcanzaran cotas muy elevadas. En febrero de ese año, cinco meses antes de que se viviera en París el inicio de la Revolución, tuvo lugar en Barcelona un motín que elevó el grado de preocupación de la Corte, temerosa de que se extendiera por Cataluña y el resto de España, como sucedió en 1766 tras el motín de Esquilache. El 28 de febrero, ante una nueva subida del pan, cientos de personas saquearon las panaderías de la capital de Cataluña, obligando al Capitán General, conde del Asalto, a ponerse a salvo de las iras de los manifestantes, produciéndose durante tres días violentos choques entre el ejército y el pueblo. Hubo 40 detenidos y se ahorcó a cinco hombres y una mujer. Estos "rebomboris del pá", estudiados por Irene Castells, elevaron notablemente la alarma de Floridablanca, y el Real Acuerdo de Cataluña resolvió que en todas las poblaciones del Principado se detuviera a todo aquel que iniciara alborotos, pues también se habían producido algaradas en Mataró, Valls y Vic. La crisis, no obstante, se mantuvo en una situación extrema por lo elevado del precio del cereal y la inquietud social que provocaba. En mayo, por ejemplo, el precio del trigo alcanzó en Cervera cotas hasta entonces desconocidas, y hubo que crear una Junta de Caridad para socorrer a los vecinos más necesitados que no podían adquirir pan en el mercado. Gonzalo Anes ha observado que en estos motines nacidos de la crisis de subsistencia comenzaban a aparecer elementos ideológicos muy preocupantes para las autoridades, como gritos alusivos a la libertad o pasquines subversivos. En 1791, por ejemplo, los trabajadores del gremio de la seda valenciano remitieron un escrito al marqués de Mirabal, donde le manifestaban la situación de paro y hambre en que se hallaban y amenazaban, si no se les daba trabajo y pan, con amotinarse, quemar la ciudad y hacer lo mismo que en Francia.